De Moratorias y Blanqueos
Hace unos días se aprobó la Ley sobre Medidas Fiscales Paliativas y Relevantes que ocupó un lugar importante en los medios desde principios de año y voy a aprovechar la excusa para abordar dos temas que están incluidos en ese paquete de medidas, que fueron aprobados y que tienen muchas aristas: Moratoria y Blanqueo.
Una Moratoria como la conocemos hoy, es una posibilidad excepcional (que surge de una ley) de extender a largo plazo la cancelación de una deuda con quitas de intereses y de multas. Aclaro el concepto porque algunas personas lo confunden con los planes de pagos permanentes que permiten regularizar deudas, pero a través de una financiación más acotada y suelen ser una alternativa que existe todo el tiempo en casi todos los organismos recaudadores.
Es una medida que tiene dos sentidos, uno positivo y otro negativo. Veamos. Por un lado, para el gobierno que la aplica, la posibilidad de generar un ingreso de fondos extraordinario con el cobro de golpe y con descuento de deudas acumuladas (morosas o prácticamente incobrables). Para el deudor implica un gran alivio financiero a un problema económico anterior. La chance de cumplir con un pendiente postergándolo hacia adelante. La posibilidad de subirse al último vagón del tren, hacer borrón y cuenta nueva.
Hasta ahí todo fenómeno. El tema es que, para el sistema impositivo en general, la herramienta extraordinaria tiene un sentido negativo cuando se aplica en forma reiterada porque incita al incumplimiento. El vagón ya no es el último sino uno del medio y que llega con premio. Hay pasajeros que no pagan (porque no pueden o porque no quieren) esperando para subirse a la próxima amnistía tributaria. A la vista la gran desigualdad. Los que pagan todos los meses son estafados ya que se premia al deudor, dándole cuotas y quitándoles intereses. Se castiga al cumplidor. En Argentina, además, se produce un beneficio extra que es el contexto inflacionario crónico que licúa los capitales y las cuotas.
Un poco de Historia
Las Moratorias fiscales surgieron en el siglo XX, época de inicio de la estructura tributaria argentina y del mundo, que se originaron en la era post industrial. El impuesto a los réditos, que hoy es Ganancias, comenzó alrededor de 1938 y unos 15 años después comenzaron las primeras moratorias. La primera fue de 1956, establecida por un Decreto (4073/1956), que describía las dificultades del Tesoro y rogaba por nuevos recursos financieros.
Dos de las más exitosas que se implementaron fueron la de 1970 y la de 1982, debido a que hicieron aportes muy significativos al fisco. Y, en los últimos 30 años, se destacan la del 2001, aplicada en noviembre de ese año por el Decreto 1384/2001, que incluyó condonación de intereses y multas en un momento en el que la Argentina se encontraba al borde de una crisis económica, política e institucional (un mes antes del estallido de Diciembre).
En 2002, a través de la Ley 25678 se modificó la Ley de Procedimiento Fiscal (Ley 11.683), se incorporó el artículo 113° que le quitó al Ejecutivo Nacional la facultad de establecer regímenes de regularización de deudas tributarias que impliquen eximición total o parcial de capital, intereses, multas y cualquier otra sanción por infracciones tributarias.
Desde ese momento, comenzó un período en el que AFIP solo podía establecer planes para la regularización voluntaria de deuda fiscal, sin beneficios, tal como es hoy en día donde hay planes de pagos permanentes.
Eso duró hasta diciembre de 2008, durante el Gobierno de Cristina Fernández, cuando se promulgó la Ley 26.476, que aprobó una moratoria para deudas hasta diciembre de 2007 que establecía la condonación total de multas formales y materiales. La necesidad de sancionarla se avaló en la crisis mundial iniciada en Estados Unidos tras haberse pinchado la burbuja hipotecaria y en el fin de atenuar los efectos a nivel nacional. Esta fue una de las más importantes porque retomó la costumbre suspendida en 2001.
De ahí para acá todos los gobiernos tuvieron su Moratoria, el de Mauricio Macri, el de Alberto Fernández y ahora el de Javier Milei tendrá la suya. Algunas más amplias acompañadas de situaciones de grandes crisis (como la pandemia de COVID 19) y otras por necesidad de los contribuyentes, de las pymes y por qué no, también de la política.
Hablemos de Blanqueo
El Blanqueo es una especie de primo hermano de la moratoria. Es la oportunidad de salir a la superficie y que aparezcan de golpe recursos que hasta allí estaban por fuera del sistema. Tiene en común que es una potencial fuente de recaudación, pero en este caso siempre fue a través de una ley del Congreso.
La economía en negro es un rasgo distintivo del país, y el principal argumento justificador es la presión impositiva. Hablamos en este espacio del esfuerzo que implica tener empleados registrados y de los costoso que es tener los impuestos al día. Con la justificación que sea, hay una economía marginal donde hay cientos de operaciones no exteriorizadas, ahorros y bienes no declarados.
Los blanqueos suelen estar acompañado de promesas de un porvenir distinto, de nuevas condiciones y promesas de reducciones. Se trata de un escudo y de un voto de confianza hacia lo que está por venir.
Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Cristina Fernández con dos programas distintos, Mauricio Macri, Alberto Fernández y ahora Javier Milei. Todos diseñaron sinceramientos fiscales para incrementar los recursos disponibles y apuntalar la recaudación. Dicho en criollo, para recuperar los dólares que salieron del país, o los que están abajo del colchón.
“Régimen de Normalización de Impuestos” fue el nombre del primer blanqueo de capitales (ley 23.495 de febrero de 1987), y estuvo acompañada de una baja del Impuesto a las Ganancias. A comienzos de la Convertibilidad en 1992, el ministro de Economía, Domingo Cavallo anunció a través de la Ley 24.073 la “Exteriorización de la tenencia de la moneda extranjera, divisas y demás bienes en el exterior”. Otra vez el blanqueo fue acompañado de otras medidas fiscales. “Tráiganla de vuelta…y póngala a producir” decían los avisos publicitarios de aquella época.
El gobierno de Cristina Kirchner tuvo dos. El primero a través de la Ley 26.476 en 2008 luego del conflicto con el campo (se reglamentó en 2009) bajo el nombre “Régimen de regularización impositiva, promoción y protección del empleo registrado, exteriorización y repatriación de capitales», y el segundo en 2013 por la ley 26.860, cuyo objetivo era el mercado inmobiliario. Ahí surgieron los CEDINes (Certificados de Depósito para la Inversión Inmobiliaria) para usar los fondos en la compra y venta de propiedades. El resultado estuvo lejos de las expectativas iniciales.
El de mayor suceso fue el quinto, el de Macri de 2016, que se lanzó en el marco del acuerdo de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) para realizar intercambios automáticos de información financiera con más de 100 países. Ingresaron al país más de 110 mil millones de dólares, muy por encima de lo esperado. Llegó con la promesa de la eliminación paulatina y definitiva de Bienes Personales, algo que finalmente no ocurrió. El último fue el de 2022-2023 de Alberto Fernández que apuntaba a la Construcción y pasó sin pena ni gloria. Veremos que suerte corre el de Milei que se acaba de aprobar.
Siempre que se habla de Blanqueo aparecen los términos de confianza, estabilidad económica y seguridad jurídica, como claves para su éxito o fracaso. Al igual que las moratorias, los blanqueos aparecen como grandes oportunidades irrepetibles. Llegan para atacar las consecuencias y nunca el origen de los problemas (la evasión o la economía informal). Es la respuesta urgente, cortoplacista y con intención de cambio. Como si cada gobierno dijera, te prometo que ahora sí, por fin, todo será mejor. Ojalá que algún día la profecía se cumpla, mientras tanto seguimos esperando.
Nos vemos en la próxima…